Muchos hombres y mujeres han
muerto por defender su Fe. Hombres y mujeres que lo dieron todo por el
seguimiento de Jesucristo, pero uno fue el primero y ese sería Esteban.
La vida de Esteban tenemos que
encuadrarla dentro de una época donde Jesús había resucitado hacía muy poco y
el primer Cristianismo era considerado una secta más dentro del judaísmo. Según las escrituras, Esteban era el líder de
los siete diáconos nombrados por los apóstoles, que salieron en defensa de los
judíos helenistas (judíos de la diáspora que hablaban griego, aunque vivieran
en Jerusalén). Esteban denunció las preferencias que la Iglesia daba a los
judíos de origen hebreos frente a los judíos helenistas. Por otra parte, lo que
le costó la vida fue que condenara el uso del Templo de Jerusalén como asiento
de la idolatría contraria a la Ley de Moisés, afirmando además que sólo el
Mesías estaba llamado a espiritualizar el culto del templo.
Este choque propició múltiples
tumultos que llevaron a Esteban a ser condenado a lapidación por blasfemia
contra Moisés y contra Yahvé. Cabe destacar, como simple curiosidad que Saulo
de Tarso (el futuro San Pablo) se encontraba en el momento de su lapidación,
aunque no se tiene constancia documental de que participara activamente en la
misma.
El martirio de Esteban supondría
algo más que un simple martirio. Tras esto, tuvo lugar el final del
Cristianismo como secta del judaísmo, al separar el culto cristiano del culto
judío practicado en Jerusalén. Así se concebía al Cristianismo no como algo
exclusivamente judío, sino que todos y cada uno de los que crean, podrán
salvarse, convirtiéndose en una religión Universal, concepto importantísimo que
posteriormente llevará a su máxima expresión
el mencionado San Pablo y que se ratificará poco tiempo después en el
denominado Concilio de Jerusalén.