Las banderas, los idiomas, los pueblos y las razas, se aliaron para alzar la voz y mirar al cielo. Las jornadas mundiales de la juventud convocaban a todos los cristianos del mundo, para compartir la fe y la vida en unos días que harían historia. Miles de estandartes representaban a todas las naciones de la tierra. Una masa amarilla de personas tomaba cada rincón de la ciudad. Mirabas a un lado y a otro y seguían llegando, ¡cuánta gente Dios mío! Girabas la cabeza, como incrédulo por la situación, y encontrabas más, y más, y más gente. Tu campo de visión los advertía por cientos, pero estabas seguro de que había miles...millones.
Los vagones, anfitriones del espacio subterráneo, se encontraban atiborrados de personas a cualquier hora, y una vez comenzabas a descender por las escaleras de las bocas de metro, endulzaban tus oídos los cánticos de siempre, los tuyos, pero que ahora llegaban al corazón en cientos de lenguas mezcladas en una melodía perfecta. Un trayecto en metro durante esos días era maravilloso, sublime. La gente conversaba e intercambiaba experiencias. El traqueteo sibilante y estridente del metro quedaba relegado a un segundo lugar, en sustitución de guitarras, tambores y coros de voces que cantaban alegres tonadas. Las banderas de los países del mundo entraban y salían en las distintas paradas, ondeando al son de las músicas. Los asientos de los vagones se convertían en confidentes de los sueños. Y mientras tanto el metro nos llevaba de aquí para allá, de una gran experiencia a otra. En cualquier momento del día había el doble o el triple de gente que en una hora punta de la cotidianeidad de la “Madrid subterránea”. Más gente pero menos seria. Más gente pero menos preocupada. Más gente que prestaba ayuda. Más gente sonriente. Más gente de pie, pero menos gente absorta en sus lecturas o en la música de sus auriculares. Más gente y más contenta. Más gente que acompañaba a otra gente, a la de siempre, a la que hacía sus trayectos a diario para ir del trabajo a casa, o viceversa. Agobios apaciguados por el tono de las canciones, y el frío inadvertido por la calidez de las sonrisas. Apretujones que no incordiaban porque las inquietudes eran compartidas, y menos gente soliviantada por el calor humano, pues de calor humano, Madrid hace gala. Y sí, todo ésto tan sólo en el metro.
Había tráfico de sueños en el cielo de Madrid. Cientos de aviones llegaban cargados de combustible amarillo. El azul y el amarillo se fundían en un abrazo, allí entre las nubes, mientras que el resto de colores compartía inquietudes, esperando en las calles, disfrutando de la mágica capital española. Llegaban de cada rincón del vasto mundo con una sola verdad: su fe. Una fe revestida de esperanza. La misma esperanza que dejó huella tras finalizar las jornadas y aún se palpa en el ambiente, en los recuerdos de los que allí estuvimos.
Si tuviera que elegir un titular que resumiera mi experiencia vivida en aquellos días inolvidables, me quedo con éste: “Jornada Mundial de la Juventud. Madrid 2011”. El aeródromo de Cuatro Vientos se convierte en un lugar de encuentro personal con Dios. Después de un día de larga espera y expuestos a un calor lacerante, la tan ansiada lluvia y el acérrimo e inesperado vendaval, anunciaban la llegada de Jesús. Rugido omnipotente de la naturaleza. Como diría un veterano amigo: ¡Qué cosas! Fue un momento realmente emocionante. El corazón me latía a doscientos por hora y la historia de mi vida pasaba por la mente tan veloz como los rayos que adornaban el cielo esa noche. Rodeado de algunos de mis seres más queridos –también guardianes del tesoro de la fe y compañeros en el gran viaje de la vida- , caía en la cuenta de que estaba viviendo un momento histórico, único e irrepetible, en el que cerca de dos millones de jóvenes cristianos se congregaban para estar un rato en compañía del Señor. ¡Qué sencillo y cuánto decía de nosotros aquel gesto! Compartir juntos la presencia del Padre era el motivo principal que nos había llevado hasta allí. Estoy seguro. ¿Y qué hay más importante en la vida sino compartir?
Mientras el clamor y la alegría de la gente llegaban como agua mansa a mis oídos, mi mirada se centraba en lo que ocurría allí a lo lejos. En el escenario habilitado como altar, estaba presentándose al Santísimo. Presencia indiscutible de Jesús sacramentado para los creyentes. ¡Estábamos con Dios! Caí de rodillas y junto a mí los que me acompañaban, -rendidos a los pies del que transforma los corazones-. El cuerpo nos pedía esa postura –la de la admiración- Sollozos y sonrisas silenciosas le arrebataron el protagonismo a la tormenta. Miradas profundas. Oración, petición y acción de gracias. Ojos radiantes de verdadera paz. La paz de la iglesia de Jesús. El Santísimo estuvo expuesto alrededor de cinco minutos. La multitud contempló y aguardó en absoluto silencio, como anonadada. ¡Dos millones de personas en silencio abrazadas por Dios!
Madrid era testigo. El aeródromo de Cuatro Vientos fue testigo. España y el resto del mundo fueron testigo. Durante aquellos días soñamos despiertos y la experiencia sigue viva en nosotros. No te quepa la menor duda.
Madrid era testigo. El aeródromo de Cuatro Vientos fue testigo. España y el resto del mundo fueron testigo. Durante aquellos días soñamos despiertos y la experiencia sigue viva en nosotros. No te quepa la menor duda.
Ciso. Catequista, seglar claretiano y participante en el grupo de Jóvenes